lundi 13 juillet 2020

MAS QUE UNA ANECDOTA: Una gran verdad

Por: Héctor Díaz Revelo Recuerdo con cariño la pregunta que muy adolescente mi tocayo, me hizo: ¿A parte de premios y concursos, para Usted, qué tiene más importancia en el ejercicio del periodismo? Mirándolo a los ojos, le dije que no lo había pensado. Ese mismo día, acababa de recibir el premio al mejor noticiero del departamento y al más destacado programa dedicado a la comunidad. Eran los aciagos días como director de la Emisora Cultural Bolívar de Ipiales, mi ciudad natal. Era la Voz de Obando, un nombre para referirse a la provincia del mismo apellido, como noticiero; y bajo el nombre de Ipialeñísimo, el programa donde la comunidad contaba sus pesares, denunciaba la corrupción y relataba pequeñas grandes anécdotas de antaño. Ipialeñísimo es el superlativo de Ipiales la tierra que me vio nacer. Le contaba a mi hijo para entonces, la indescriptible costumbre de los nariñenses de despedir los años el 31 de diciembre con la quema de muñecos o 'años viejos'. Estos, son unos monigotes de figuras de personas que se hayan movido en los doce meses acertando, equivocándose, haciendo reír, dando pena, causando tristeza, generado alegrías, pero sobre todo y muy, sobre todo, provocando risas casi mefistofélicas. Le dije, no puede haber ejercicio del periodismo si no es periodismo de servicio a la comunidad. No puede haber ejercicio del periodismo si no es un contra poder. Si el periodismo no es la fiscalización y el control político a secas, no es periodismo. Esta es una máxima que ha guiado mi vida periodística, anoté. Y claro que hubo motivos para elaborar años viejos donde mi figura apareció. Huelga decir, que los autores no eran solamente beneficiarios del trabajo de la emisora, sino que ellos mismos a través de la radio, se habían convertido nada menos que en voceros de sus barrios, veredas y corregimientos. Los hubo también enemigos del programa, áulicos y defensores de oficio del régimen que fustigué con argumentos y pruebas, mostrándolo como un régimen corrupto, autoritario y mendaz, que tenían sobradas razones para sacarme el 31 como año viejo. El desfile de estos monigotes se realiza antes del medio día del ultimo día del duodécimo mes. Hay expectativa entre los ciudadanos. Muchos en sus adentros esperan que al vecino lo quemen: Es un decir. Otros esperan que la figura del buen vecino o del mal vecino, sea quemada a media noche. La mayoría de la gente espera que los ladrones del erario, los funcionarios corruptos, también sean chamuscados. Y más allá de las fronteras provinciales, el presidente y sus ministros son también inspiración para los hacedores de años viejos. Eventos de impacto nacional, como masacres, ataques paramilitares, incursiones guerrilleras, desfalcos, quiebras, saqueos, y anécdotas de famosos acompañan la imaginación de los creadores. Cada motivo tiene su viuda que llora desconsolada por la despedida del año viejo. Entonces hubo uno muy grande. Era como una pancarta que atravesaba la calle de lado a lado. Fondo verde y letras blancas de molde. La leyenda me menciona: “Hector Diaz te deseamos mil años de verdades bondadosas y de mentiras piadosas”. Aquello era hecho en madera. Eso me impresiono mucho. Era una sentencia nacida de la mente de alguien que quiso dejar para la historia el espectáculo en que se había convertido una estación de radio que dos años antes, nadie o casi nadie escuchaba. Pueden ustedes imaginar el peso sobre los hombros de las personas que portaban tal sentencia en el maderamen. Arriba al centro de la leyenda, una figura antropomorfa que portaba una cuchilla, la guillotina, lista para cortar la cabeza del personaje. Muy llamativa. Esa imagen aparece en casi todos los registros audiovisuales del desfile de años viejos de mi ciudad. De sus autores nunca supe. Trate de indagar y nadie me dio razón. Averiguar es una tarea titánica. Uno se estrella con los efectos del anonimato. Uno, alcanza a saber que el ‘año viejo’ fue elaborado en tal calle, de tal barrio, pero quien asuma como responsable, no aparece. Como tampoco apareció quien hizo un muro de madera dibujado de ladrillos de color marrón. Tenía un metro y medio de alto por dos de ancho. Su título, era obviamente: “el muro de las lamentaciones”. Decían que el programa de las mañanas, ipialenísimo, era eso. Un muro de lamentaciones. Pero al final, esos lamentos, quejas y denuncias, marcaron la caída del régimen pantojista, y la caída de su pelele, de su títere, el alcalde Realpe. No solo se había convertido en un simple muro de lamentos, quejas, rumores, chismes, noticias, pero era sobre todo de supuestos chismes que a la postre resultaron verdades que hicieron que los votantes no le permitan regresar a ese partido en el poder, a semajantes corruptos de nuevo a la alcaldía. Y un tercero. Era una figura de mediano tamaño, como yo. Con un abrigo hasta los tobillos. Un micrófono en frente casi del tamaño de mi cabeza, que portaba gafas simples de patas bañadas en oro de filigrana y una incipiente barba en el mentón. La tribuna era un palco, un tablado, cualquier esquina, cualquier almacén o supermercado. Allí, estaba mi figura retratada como si fuera la de aquel que permitió que un pueblo atemorizado renazca de sus cenizas de oprobio y corrupción. Ahí estaba de cuerpot presente un reportero que habló con la gente y, sobre todo, muy, sobre todo, dejó hablar a la gente. Era la primera vez que los micrófonos de una emisora de radio eran de los ciudadanos. Tres reporteros, Carlos Oviedo y Edison Villota, abríamos los canales para que la gente reaccione. Se sabía de la corrupción, pero nadie se atrevía a denunciar. El gamonal Pantoja usaba la fuerza bruta (era la única que tenía) contra todo aquel que se atreviera a contradecirlo. El gamonal llevaba manejando los destinos del municipio durante tres periodos y pretendía un cuarto, hasta mi llegada a la radio. Fue el primer alcalde por elección popular y sus dos sucesores fueron simples títeres al servicio de causas indignas. En menos de tres meses, después de la propaganda de expectativa sobre mi llegada a esa radio casi centenaria, salir a las calles y plazas era como regresar y respirar esa atmósfera de la época de grandes luchas de los Ipialeños contra años y décadas de saqueo y corrupción de individuos que representaban a los partidos tradicionales: Liberal y Conservador. Tenga cuidado. 'El Pantoja es un peligro', me advertían. Cuídese mucho, ese tipo no respeta a nadie. Tenemos mucho que contar, pero teníamos miedo hasta que Usted llegó, me decían entre otras cosas. Ese alcalde es un pelele y si no le obedece lo insulta en público como ha insultado a concejales y presidentes de juntas de acción comunal, agregaban. Al escuchar todo eso se me ocurrió preguntar por mis colegas. ¿Qué pasaba con los otros medios de comunicación? ¿De qué lado estuvieron todos esos años los periodistas y locutores? ¿Quién o quiénes han permitido esa tragedia municipal? Y claro todos se habian puesto del lado del régimen impuesto por Pantoja. Es la publicidad oficial la que calla y compra conciencias. Este, gamonal con infulas de dictador, se había hecho nombrar alcalde cobijado con las banderas de la anti corrupción y a favor de las comunidades. Posaba como un izquierdista, pero no llegaba ni a seudo. Era un vulgar político de derecha, o por lo menos su accionar así lo delataba y con pruebas al canto. Un veterano periodista, cuando podía sacaba una hoja de papel impresa en computador, con bocaditos o titulares de noticias y chismes de cafetería. Él se había granjeado la enemistad del gamonal Pantoja. Un día me dijo: Este tipo resulto peor que aquellos a quienes tanto criticaba. Edgar, era miembro del partido liberal y un comunicador incorregible. Denunció que sus colegas o nuestros colegas, o, mejor dicho, los periodistas y los dueños de los medios de comunicación, estaban comprados con la publicidad oficial. Las advertencias superaron cualquier calculo predecible. El pueblo estaba a merced del oprobio y la vindicta. Estando en la radio, justo al término del noticiero, llego a mí un hombre con pinta de 'vikingo', que ni por nada del mundo me hubiera imaginado que era oriundo de esas tierras. Hasta me asusté, porque como andaban algunos amenazándome por decir la verdad y darle voz a la gente, pensé que sería un sicario o algo parecido. Hasta pensé que sería un enviado por la oficina de protección del Estado, del ministerio del interior, para poner en practica el plan de seguridad a periodistas amenazados. Palabras más palabras menos, este hombre a su turno, me indaga sobre mi procedencia. Como se me ha perdido un poco el acento pastuso, que es un cantadito que con ternura se relaciona con otros, quería saber de donde había salido yo. No esperaba que un paisano pueda enfrentarse a un poder omnímodo que reinaba en la ciudad en la última década. Se necesitaba mucho valor civil. Se requería mucha fuerza de voluntad, para tener el coraje de hacer esas denuncias y de enfrentarse a esos politiqueros asquerosos. Los paisanos son muy poco dados a no enfrentar las cosas. Su manera de ser callados, un poco ingenuos, confiados y algo conservadores. Ellos ven raro, muy raro, que alguien se atreva a develar cosas que pasan, que se sabe que pasan y por temor, nadie dice nada. Todo se queda en el chisme y los responsables parecen frotarse las manos mientras llenan sus bolsillos a borbollones. Mi interlocutor me dice, que está asombrado de ver en las mañanas de su Ipiales y de nuestro Ipiales, cómo es posible que tanta gente escuche una sola estación de radio al mismo tiempo. Anonadado por el éxito de la emisora de radio, se propuso hacer una película de tipo social y de denuncia. Entre mi, pensaba: Es otro que se arriesga en medio de tanta amenaza y terror impuesto por el gamonal Carlos Pantoja. En 35 milímetros la película se llama “al son de mi gente” porque no era otra cosa que eso. La denuncia y la protesta verbal, al son de ellos mismos, de la gente. Hombres y mujeres, mujeres en mayoría, que tomaban sus teléfonos en las mañanas para proponer, denunciar o comentar los acontecimientos que los reporteros íbamos descubriendo bien temprano. Mi tocayo escuchaba muy atento. Se preguntaba cómo su padre podría sentirse orgulloso de que lo hayan quemado como año viejo y que en su honor se haya hecho una película. Con eso no conseguiría dinero, solamente satisfacciones que no se compran con nada. En la historia de la región, a nadie se le había ocurrido dejar en cinta de video la historia de un evento como ese. El protagonista, nadie mejor que un ipialeño que no tenía más gracia que ser un reportero nato. como yo. Se trataba de descubrir a cuanto corrupto pasaba por sus ojos y oídos. Era justamente la voz de los que no tenían voz, hasta entonces. En la película, el protagonista un tal Marcos Buendía con la temeraria manera de hacer periodismo logró que la gente cambie su manera de actuar. A todos convocaba cada mañana a que hagan uso de su voz y que recuperen el valor civil. El resultado no pudo haber sido otro: Cayó el régimen. Nunca pudo levantarse de ese golpe aquel fulano que pensó que el municipio era su caja menor o su finca. Aquel seudo izquierdoso, como tantos, que tanto daño le hacen al movimiento popular y que tanto daño les hacen a los procesos reales de reivindicación y libertad. Este es de esos hombres despreciables que se auto denominan alternativos, que se acomodan en torno a las migajas que suelen botar las señoronas de los grandes clubes haciéndoles creer que son acogidos como si fueran sus iguales. Qué ilusos Pantoja y tantos otros que traicionan las esperanzas de las clases populares. Estos le hacen el juego a las burguesías que los invitan a poner sus nombres en la elección de candidatos a cuanta corporación existe. Ellos que saben que la oligarquía criolla es corrupta, criminal y miserable, aceptan airosos participar en la contienda, sabiendo que nada cambiará para la vida de sus electores y las mayorías excluidas. Simplemente que todo seguirá igual, porque quienes detentan el poder, son una casta de ambiciosos y glotones. A estos mediocres y vividores les han hecho creer que llegar a instancias del gobierno es lo mismo que tener el poder. Y mi tocayo asiente con la cabeza todo este relato y creo que ha interpretado bien la razón y el supremo valor del deber cumplido si se antepone los principios a cualquiera tentación baladí. Son satisfacciones que superan los gajes del oficio o como dijera mi colega Pedro P, son los bafles del oficio.