lundi 7 avril 2025
El agua, una deuda histórica con Ipiales
El agua, una deuda histórica con Ipiales
Por Héctor Díaz Revelo
El agua, ese recurso esencial para la vida, fue durante décadas un símbolo de desarrollo y visión de futuro. El 24 de agosto de 1991, se marcó un hito con la inauguración de la nueva planta física de Empoobando, luego de la liquidación de la Empresa de Obras Sanitarias de Nariño, EMPONAR S.A. En aquel entonces, Ipiales era un pueblo de aproximadamente 80.411 habitantes, y la planta tenía la capacidad suficiente para abastecer con eficiencia a la comunidad.
Esta obra no fue simplemente infraestructura: fue una apuesta responsable por el bienestar, la salud pública y el crecimiento de nuestra ciudad. Un logro del gobierno municipal de la época que entendió la importancia de planificar con visión y atender una necesidad vital con seriedad y compromiso.
Sin embargo, ese legado ha sido abandonado sistemáticamente por las administraciones que le sucedieron. A medida que Ipiales crecía —llegando a tener más de 170.000 habitantes en la actualidad—, la planta de tratamiento siguió siendo la misma. Nunca se amplió, nunca se modernizó. Por más de 30 años, los diferentes gobiernos municipales fueron indiferentes ante la urgencia de asegurar agua potable para todos.
Lo más grave no es solo la omisión, sino el uso irresponsable y repetido del tema del agua como promesa de campaña. Gobiernos que llegaron prometiendo soluciones, como la construcción de una nueva planta de tratamiento, terminaron convirtiendo una necesidad crítica en una estrategia de manipulación política. Proyectos que nunca llegaron, discursos vacíos, obras inconclusas y beneficios personales fueron la constante.
La historia reciente de Ipiales ha estado marcada por improvisaciones, negligencia y desprecio por las verdaderas demandas de la comunidad. El caso del agua es, sin duda, el reflejo más doloroso de esta irresponsabilidad. Hoy, la ciudad sufre las consecuencias: una infraestructura obsoleta, racionamientos constantes, y una población que vive en zozobra por la falta de un servicio básico.
Las administraciones de Jonás Ricardo Romero 2016-19 y de Luis Fernando Villota 2020-23 le dieron tan poca importancia al suministro de agua de calidad y cantidad adecuada que terminaron por parecerse. La primera posando de izquierda y la segunda de liberal tradicional no salieron con nada.
Al contrario, en ambas alcaldías los sufridos Ipialeños parecen haberse acostumbrados a hervir el agua, a comprar agua embotellada y como ahora, a mendigar unas gotas que les tiran desde los carrotanques.
Jonás Ricardo no salió bien librado del problema que mal recuerdan esas comunidades. Luis Fernando, entre tanto, por intereses que se investigan ahora mismo, en el otoño de su administración contrató a las carreras y de cualquier manera la construcción de otra planta de tratamiento de agua, inconclusa y al parecer inservible a futuro, a un costo de más de 33 mil millones de pesos. Y hoy siguen tomando agua sucia y con graves secuelas en la salud gastrointestinal de los fronterizos y abnegados Ipialitas.
Ipiales tiene sed, no solo de agua, sino también de honestidad, de liderazgo auténtico y de voluntad política. Quienes han gobernado en estas últimas tres décadas no pueden ocultar su culpa. Tuvieron el poder y la oportunidad de cambiar el rumbo. No lo hicieron.
Hoy, más que nunca, la ciudadanía está despierta. Ya no olvida, ya no acepta excusas. El agua debe volver a ser una prioridad, como lo fue para aquellos que sí pensaron en el bien común. El tiempo de las mentiras terminó. Que este testimonio sirva como memoria y como exigencia: Ipiales merece respeto, merece agua, merece verdad sobre todo.
jeudi 20 mars 2025
Colombia ha marchado por las reformas y la consulta popular.
En un país acostumbrado a que el poder se concentre en unas pocas manos, la imagen de miles de personas en las calles pidiendo reformas es una señal de que el cambio sigue siendo una aspiración viva en el pueblo colombiano.Algunos todavía creen que quienes marcharon recibieron de a millón de pesos o por lentejas, pero el hecho es significativo.
Las marchas convocadas por el presidente Gustavo Petro el 19 de marzo de 2024 se pueden entender dentro de un contexto político y social cargado de expectativas, tensiones y disputas por el modelo de país que se quiere construir. Un poco tarde quizá pero si pasa la consulta popular, otro violín puede sonar en el tejado de los colombiano.
Desde su llegada al poder en 2022, Petro ha intentado implementar una agenda de reformas profundas en salud, trabajo y pensiones, buscando cambiar estructuras que, según su visión, han perpetuado desigualdades en Colombia. Sin embargo, estas reformas han encontrado una fuerte oposición en el Congreso, en los gremios económicos y en los grandes medios de comunicación, que históricamente han respaldado el statu quo.
La cobertura de los grandes medios de comunicación en Colombia ha sido mayoritariamente crítica con el gobierno de Petro. En el caso de las marchas, medios como Blu radio, Caracol, RCN y la revista Semana minimizaron su impacto y anticiparon su fracaso.
Sin embargo, las imágenes en redes sociales mostraron lo contrario: calles llenas en Bogotá, Medellín, Cali, Pasto, Popayán y otras ciudades especialmente en los departametnos del suroccidente del país. Para muchos sectores populares, esta desconexión mediática es una prueba más de que los medios tradicionales responden a intereses empresariales y políticos contrarios al cambio.
Las reformas impulsadas por Petro han sido objeto de debate, pero muchas comunidades las ven como necesarias. Entre los puntos clave que han generado apoyo están:
Reforma a la salud: busca reducir el papel de las EPS en la administración de recursos públicos, apostando por un modelo más estatal y preventivo.
Reforma laboral: busca fortalecer los derechos de los trabajadores, reducir la tercerización y mejorar las condiciones de empleo.
Reforma pensional: propone un sistema más solidario donde el Estado tenga un mayor rol en garantizar pensiones dignas.
Estas reformas han sido defendidas por sindicatos, movimientos sociales y ciudadanos que ven en ellas una oportunidad para reducir las desigualdades históricas en el país.
Uno de los factores más llamativos de las marchas fue la participación masiva y espontánea de ciudadanos que, sin pertenecer a partidos políticos o sindicatos, salieron a apoyar el cambio. Esto refleja que, a pesar de las dificultades del gobierno, sigue habiendo una base social que cree en el proyecto de Petro y está dispuesta a defenderlo en las calles.
Como hasta ahora, la respuesta de los sectores de poder ha sido de deslegitimación y confrontación. La oposición ha insistido en que las reformas son inviables, mientras que los empresarios han alertado sobre posibles impactos negativos en la economía. En este escenario, la movilización se ha convertido en un termómetro del pulso político entre un gobierno que busca transformar estructuras y una élite que resiste los cambios.
mercredi 19 mars 2025
La siniestra “bota militar”
La siniestra “bota militar”
Por Héctor Díaz Revelo
La vieja consigna contra el gobierno colombiano de “hambre, miseria y represión” sumada al gran grito popular y estudiantil de “abajo la bota militar” ha sido y sigue siendo el rechazo y condena a las arbitrariedades y abusos de la fuerza pública en contra de civiles desarmados.
Debido a permanentes y ruidosas protestas y manifestaciones de la gente en la calle, los dueños del poder y las elites gobernantes optaron por maquillar el descontento popular con el nombramiento de civiles como ministros de defensa.
Irónicamente bajo ministros de defensa civiles (no militares o exmilitares) la realidad de estas acciones contra miembros de organizaciones sociales y políticas ha mostrado en toda su crueldad y sevicia, la siniestra estrategia de su eliminación física a manos de agentes del Estado.
Miembros de la fuerza pública en connivencia con hordas paramilitares y parapoliciales son responsables del genocidio de la Unión Patriótica; de los asesinatos de jóvenes civiles desarmados conocidos como los 6402 falsos positivos; los engañados de Soacha que aparecieron como falsos guerrilleros en departamentos como Santander y Arauca; y la “limpieza social” en barrios populares como las comunas de Medellín y Cali, repito son la siniestra estrategia montada desde la casa de Nariño.
Entonces, la decisión demagógica de Gustavo Petro de nombrar a quien era un militar hasta la noche anterior a posesionarse como ministro de defensa, lejos de asustar a la insurgencia y a otros grupos armados, lo que ha hecho es poner al descubierto la frívola determinación de llevar efectivos de la fuerza pública a territorios olvidados que han sido escenario de confrontaciones bélicas.
Esa decisión mediática del presidente Petro no oculta la presencia en territorio colombiano de contratistas estadounidenses ni las bases militares gringas lo que deja al descubierto que esa tradición militarista desde la época de la violencia, en un mal llamado gobierno progresista no ha cambiado. Nada de soluciones integrales para el campo y su gente, para comunidades negras, indígenas y campesinas.
Si se tratara de consolidar la democracia y de reorientar los recursos para educación, salud y bienestar social, en lugar de mantener una costosa estructura militar y potencialmente peligrosa para la estabilidad política y el respeto de los derechos humanos Petro tendría un poco de razón.
El gobierno parece olvidar adrede que la fuerza pública tiene su origen en el sistema coercitivo, subordinada al poder civil (y no al contrario) y su teórico enfoque en la defensa de la soberanía y no en la represión interna, con un ejército convirtiéndose, como se ha convertido, en un ejército de ocupación.
Claro que hay que adaptar la estrategia a las realidades específicas de cada país con el supuesto de construir sociedades más justas, equitativas y democráticas.
El caso de Costa Rica es emblemático: Recordemos que, en ese país centroamericano tras la guerra civil del 48 del siglo pasado, no fue la izquierda quien decidió abolir el ejército. Simplemente fue un gobierno "reformista" que ha puesto su caso como un ejemplo en la región
"Es una vuelta de tuerca acerca del papel de las Fuerzas Armadas", afirman los defensores de la decisión del gobierno. Y lo irónico no sería que digan esto, sino que el mismo Petro haya preferido regresar a la "bota militar". Creo que Petro sigue prefiriendo hoy, como con su voto por Alejandro Ordoñez, a sus seguros verdugos.
dimanche 9 mars 2025
Inyéctese bien o use Fentanilo. A quién beneficia la fallida guerra contra las drogas
Inyéctese bien o use Fentanilo.
A quién beneficia la fallida guerra contra las drogas
Por: Héctor Díaz Revelo.
Obama lo dijo claro: no persigan tanto a los consumidores. Persigamos a los traficantes. No es nuevo, lo dicho. Fumó marihuana de joven y les dice a sus hijas que no lo hagan. Sabe que la guerra contra las drogas ha fallado.
Se está cayendo la idea del siglo pasado, el embuste, en cuanto a que Estados Unidos y su pueblo están siendo víctimas de una guerra química por parte de países productores como Colombia y Mexico.
La llamada guerra contra las drogas, además de ser fallida como lo he dicho en otras ocasiones, es una guerra que solo alimenta la corrupción en países en donde se supone los gringos han metido millones de millones de dólares para combatirlas y para esconder a los verdaderos beneficiarios, los banqueros; mientras sus armas se dirigen hacia una solapada política contrainsurgente.
Siguen hablando de una guerra química de Colombia y Mexico contra Estados Unidos. Siguen enviando dinero para combatirla. Miles de millones. Pero la corrupción crece. El dinero del tráfico se lava en bancos y corporaciones. Ahí está el negocio. Como antaño en el caucho, el alcohol, el petróleo. O como en el café y los diamantes. Ahí aparece el Fentanilo.
Los banqueros no quieren la legalización. Prefieren la guerra. ¿Financiaron la prohibición del alcohol, lo recuerdan? Financian la guerra contra las drogas. Ponen el dinero. Se llevan las ganancias. Guardan el 70% del dinero del tráfico en sus bóvedas. Financian campañas políticas. Crean fundaciones. Se disfrazan de filántropos.
Hace décadas que algunos países y sus gobiernos reclaman la legalización. Los documentos Santa Fe lo advertían hace treinta años. Ahora, en las calles, reparten jeringas. Reparten folletos: “Shoot Smart, Shoot Safe”, inyéctese bien, inyéctese seguro. Mejor eso que el SIDA, dicen. Se asustan con el nuevo adormecedor de jóvenes: el Fentanilo.
En Santa fe IV sin precisar que el gran capital financiero es el más beneficiado de la prohibición de las drogas, como fueron los nacientes bancos y prestamistas en plena lucha contra el alcohol y los licores en 1920, se advierte que en cualquier sociedad la corrupción por medio de las drogas y “en última instancia, el dinero de las drogas, puede sacar ventaja hasta del sistema capitalista y democrático más avanzado”.
En Colombia, el problema sigue para negros, indígenas y campesinos. La tierra es fértil. Pero no hay política agraria. No hay créditos. No hay precios justos. No hay programas de asistencia técnica para otros cultivos diferentes a la hoja de coca.
El caso es que los campesinos empobrecidos se ven empujados a sembrar marihuana y hojas de coca. Siembran la coca y en la puerta los mafiosos se la compran para convertirla en cocaína.
La cocaína es más rentable, sin duda, mientras no aparezca la competencia en el mercado, para satisfacer a unos 100 millones de consumidores entre Estados Unidos y Europa. El Fentanilo.
La coca crece sola. Se vende fácil. Mientras tanto, los tratados de libre comercio empobrecen a estos países. El conflicto interno como el de Colombia desplaza cientos de campesinos por acción de las hordas paramilitares. Campesinos acusados de ser auxiliadores de los grupos insurgentes.
El narcotráfico financia el terrorismo de Estado. Lo saben en Washington. Pero no hacen nada. Un exagente de la DEA lo dice: “Ellos saben quiénes cultivan, quiénes venden, a quiénes corrompen. No los detienen. Prefieren la guerra. Prefieren el negocio”.
Los documentos oficiales lo advierten: “el dinero de las drogas corrompe hasta el sistema más avanzado”. Pero Estados Unidos no lo quiere ver. Hasta ahora no pueden vender algo mejor que la cocaína. Siguen peleando una guerra perdida. Legalizan la marihuana. Regalan jeringas. Pero no producen algo en los laboratorios que colme la demanda de estupefacientes. No saben cómo, repito, hasta ahora. O hasta que tengan en su poder la fórmula del Fentanilo.
Aquí, los campesinos esperan. Sueñan con vender sus productos de pan coger o agroindustriales a buen precio. Con créditos, con tierra, con justicia. Pero los banqueros encontrarán otra guerra. El coltán, el litio, el uranio. Siempre hay un nuevo negocio.
Legal o ilegal, no importa. Lo que importa es el dinero.
Sembrar coca o marihuana es más rentable que los productos de pan coger. Estos son cultivos resistentes, de rápido crecimiento y con demanda asegurada en el mercado ilegal. En contraste, productos como el maíz, la papa, el cacao o el trigo enfrentan precios bajos, competencia con importaciones y falta de apoyo estatal. Los campesinos no pueden competir con el producto extranjero subsidiado que llega gracias a los tratados de libre comercio. Ejemplo: El trigo.
El acceso a créditos es nulo. No hay asistencia técnica ni infraestructura para sacar los productos a mercados. Si el campesino siembra papa, puede perder su cosecha por falta de compradores. Si siembra coca, hay compradores asegurados, pago inmediato y sin intermediarios que le impongan precios injustos.
El conflicto armado y el arcaico modelo económico ha empujado a muchas comunidades a zonas donde los cultivos ilícitos son la única opción. Los grupos armados controlan el territorio y, en muchos casos, obligan a los campesinos a sembrar coca bajo amenazas. Quienes no lo hacen, pueden ser desplazados o asesinados.
Si existiera una política agraria que garantizara tierras a los campesinos, con precios justos, apoyo técnico y acceso a mercados, no habría necesidad de recurrir a los cultivos ilícitos. Pero las tierras están en manos de terratenientes y empresas extranjeras, mientras los campesinos deben arrendar o trabajar para otros. La concentración de la riqueza, persiste.
Habría que pensar inclusive, qué tanto resulta cierto eso que Ellos mismos tratan como cultivos ilícitos. Quién o quiénes han decidido que son ilícitos. En la prohibición, históricamente se ha demostrado que crece el negocio y el poder político.
Mientras se persigue a los pequeños productores de coca, se permite que bancos y grandes empresarios se beneficien del lavado de dinero. Se criminaliza al campesino que siembra coca para sobrevivir, pero no al financiero que blanquea millones de dólares producto del gran negocio.
La solución no es más guerra, más erradicación o más represión. La solución es que el campesino pueda vivir dignamente de su tierra, sin necesidad de recurrir a cultivos “ilícitos”. Pero eso implica cambios estructurales en el modelo económico que ni el Estado ni los poderes económicos están dispuestos a hacer.
La realidad es implacable: el narcotráfico no desaparecerá con más represión ni con más guerra. La lucha contra las drogas, en el fondo, no es más que una estrategia de control y negocio. Desde hace años, lo he dicho, que esta guerra dejará de existir solo cuando en el mercado aparezca una droga que iguale o supere los efectos de la cocaína en los consumidores de Estados Unidos y Europa. ¿El Fentanilo?.
Esa es la clave. No es un problema de moral ni de salud pública, sino de mercado. Mientras la cocaína siga siendo la opción más efectiva y rentable, seguirán persiguiendo a los campesinos que la siembran, mientras los grandes beneficiarios —los bancos, las farmacéuticas, las corporaciones— sigan intactos amasando grandes fortunas.
Ya hemos visto movimientos en esta dirección. En Norteamérica, la marihuana recreativa se legaliza en cada vez más estados. Se habla de la heroína médica, del uso de drogas psicodélicas para tratar enfermedades mentales. Se reparten jeringas en las calles con la excusa de reducir daños. Repito, todo esto no es altruismo, es negocio.
El día que una farmacéutica saque al mercado una droga sintética más potente y segura que la cocaína, la guerra contra las drogas cambiará de objetivo. Dejarán de perseguir a los narcos colombianos o mexicanos. Los gobiernos se enfocarán en regular y patentar la nueva sustancia. Entonces, la coca y sus cultivadores quedarán en el olvido, como ocurrió con el opio cuando las farmacéuticas sacaron los opioides sintéticos.
Mientras tanto, los campesinos e indígenas seguirán siendo perseguidos por sembrar lo que el mercado demanda. No porque sean criminales, sino porque el sistema los ha empujado a ello.
Y cuando el negocio cambie, cuando una nueva droga se apodere del mercado global, simplemente serán desechados. Como siempre ha ocurrido. Por eso en Estados Unidos y en Europa pregonan mientras tanto a través de sus medios de comunicación el “Shoot Smart, Shoot Safe”, inyéctese bien, inyéctese seguro.
jeudi 9 janvier 2025
Pegasus: Chuzadas y perfilamientos. Orwell y Loewenstein.
Por Héctor Díaz Revelo.
El caso de Pegasus en Colombia, una herramienta de espionaje cibernético desarrollada por la empresa israelí NSO Group, plantea interrogantes fundamentales sobre el alcance de la vigilancia estatal y su relación con la obra "1984" de George Orwell, así como con los análisis contemporáneos de Antony Loewenstein en su libro "El laboratorio Palestino". Ambos textos ofrecen claves para entender la proliferación de sistemas de espionaje masivo y su impacto en países donde la lucha popular, como he dicho, sigue vigente.
En el libro titulado “1984”, Orwell describe un régimen totalitario donde el "Gran Hermano" controla todos los aspectos de la vida, vigilando cada movimiento y pensamiento de los ciudadanos (1948). La vigilancia masiva se convierte en el eje de la represión política, asegurando la sumisión al poder mediante la omnipresencia de la tecnología.
Ese control estatal se ejerce a través de programas (software), cámaras, telepantallas y micrófonos que no solo monitorean a los ciudadanos sino que también los condiciona psicológicamente. Por ejemplo, a través de la propaganda y la difusión de noticias falsas, generando odio desmedido contra regímenes llamados ahora progresistas como el de Gustavo Petro.
La denuncia que hizo Petro sobre programas como Pegasus simbolizan esta capacidad intrusiva y totalitaria de la ultraderecha criminal que encarnó el gobierno de Duque. Aunque se presentan como herramientas para combatir el crimen y el terrorismo (narcotráfico), su uso, se ha desviado hacia el espionaje de civiles, periodistas, jueces y líderes sociales que no sean del Centro Democrático.
El uso indebido de Pegasus en la administración de Iván Duque evoca directamente este abuso de poder descrito por George Orwell en 1984: "el Estado utiliza la tecnología para consolidar su poder y reprimir cualquier disidencia".
En “El laboratorio Palestino”, Antony Loewenstein analiza cómo Israel ha convertido la ocupación de Palestina en un terreno de prueba para tecnologías de vigilancia y control, que vende y distribuye por el mundo sin pudor (traducido en 2024).
Empresas como NSO Group (Pegasus), Elbit Systems, e Israel Aerospace Industries, entre otras, desarrollan herramientas que son probadas en la población palestina antes de ser exportadas a regímenes de todo el mundo. Este "laboratorio" sirve no solo para perfeccionar estas tecnologías sino también para legitimar su uso bajo el pretexto de la seguridad nacional.
Son las chuzadas de siempre pero más sofisticadas. Lo mismo pretendieron hacer estas empresas en nuestro país con la complicidad del gobierno anterior y el silencio cómplice de los medios de comunicación de los grandes conglomerados económicos, como Semana (familia Gilinsky) y el periódico El Tiempo (Luis Carlos Sarmiento Angulo-grupo Aval).
Programas de espionaje como Pegasus, Mitiga y herramientas como el gusano informático Stuxnet, co-desarrollado por Estados Unidos e Israel, reflejan cómo las tecnologías creadas inicialmente para conflictos militares o de seguridad nacional terminan siendo utilizadas para espionaje político y la persecución de civiles desarmados.
Estas herramientas representan un mercado global donde los principios éticos son irrelevantes frente a los intereses económicos y estratégicos. La proliferación de estos sistemas plantea preguntas sobre la responsabilidad ética de los productores y consumidores de tecnología de espionaje, aspecto que por lo visto no es tema de editorialistas, organismos de control e investigadores sociales.
Mientras tanto, los productores buscan maximizar beneficios, y los consumidores —en este caso, gobiernos y entidades privadas— las emplean para reforzar estructuras de poder y silenciar voces críticas.
Así, en mi opinión, el "Gran Hermano" de Orwell, que algunos ven con eufemismos, no es solo una metáfora literaria, sino una realidad materializada en dispositivos y algoritmos diseñados para controlar y reprimir. Por eso, aunque no nos guste, Petro dio en el clavo con algo de temeridad al haber denunciado esa cuasiclandestina adquisición en el gobierno de Duque.
En este contexto, es pertinente preguntarse si: ¿Es el Gran Hermano? La respuesta se inclina hacia un sí contundente. La vigilancia masiva no es solo una herramienta de los Estados totalitarios, sino también de democracias que, bajo el pretexto de la seguridad nacional, adoptan prácticas represivas que vulneran los derechos humanos.
Lo cierto es que, como en “1984”, el poder absoluto, la derecha y ultraderecha criminal, y la vigilancia omnipresente se consolidan a expensas de la libertad y la privacidad de los ciudadanos. En el “Laboratorio Palestino”, el panorama es más asqueante dado que se trata de eso, de ser un laboratorio de prueba de que, con el pueblo palestino, con los habitantes de Cisjordania y los pobladores de los altos del Golán, armas israelíes y programas de vigilancia cibernética, sí funcionan. Su venta, de esta manera, es asegurada en los mercados del mundo.
La limpieza étnica en la franja de Gaza, es un genocidio, un hecho inhumano ante los ojos del mundo y de la inoperante e ineficiente Naciones Unidas. Allí se perpetra la criminal eliminación y de sobra, les queda la muestra de la eficacia de sus programas (software) de persecución y estigmatización.
La falta de moralidad en este mercado global de vigilancia refuerza la conclusión de que, mientras no exista una regulación estricta y un compromiso ético real, la tecnología seguirá siendo utilizada para oprimir, más que para proteger.
El crudo panorama nutrido por las observaciones de Antony Loewenstein en su reciente libro publicado en 2023, revela una profunda contradicción en el sistema internacional de derechos humanos: "las mismas instituciones que deberían garantizar la protección y promoción de estos derechos se ven atrapadas, e incluso comprometidas, en redes de dependencia con actores que desarrollan y comercializan tecnologías opresivas y criminales".
El hecho de que la ONU haya otorgado contratos de seguridad a empresas como Elbit Systems, Merc Security e Israel Aerospace Industries para operar en bases de Mali, utilizando tecnologías de vigilancia avanzada, es alarmante. Estas empresas no solo son conocidas por desarrollar herramientas utilizadas para la vigilancia y el control de poblaciones ocupadas, como los palestinos, sino que también han sido denunciadas por su implicación en violaciones de derechos humanos.
Los de la ONU se "habrían impresionado" al descubrir que las empresas mencionadas como Elbit, Merc Security y Israel Aerospace Industries, se "habían ganado los contratos de proveedores de seguridad de sus bases en Mali, y el trabajo incluía instalar cámaras de circuito cerrado, drones y sistemas de detección de amenazas" (Loewenstein pag 123).
La ONU, teóricamente una defensora global de la vida y la dignidad humana, actúa como "convidada de piedra" al emplear compañías que han perfeccionado estas estrategias opresivas y no puede decirle al mundo que “no lo sabía”.
Esto no es un simple descuido, sino una muestra de cómo las dinámicas de poder y seguridad globales sobrepasan las prioridades éticas. Las Naciones Unidas, por su naturaleza, dependen del apoyo financiero y logístico de los Estados miembros, muchos de los cuales son grandes compradores y vendedores de estas tecnologías (Estados Unidos, Reino Unido e Israel).
Esta dependencia limita su capacidad para confrontar a las empresas y gobiernos que alimentan este sistema. Por eso, sigue siendo válida la propuesta de Hugo Chávez y otros lideres como Fidel Castro, de una reconfiguración de la ONU, sin dilaciones, comenzando por una itinerante sede física, claro está.
Lo mismo ocurre, para desgracia de los pueblos explotados del mundo, con el papel de las cortes internacionales, como la Corte Penal Internacional (CPI), que, entre otras cosas, debería ser el de investigar y sancionar el uso de tecnologías de vigilancia que contribuyen a violaciones de derechos humanos.
Sin embargo, estas instituciones enfrentan serios obstáculos: La falta de jurisdicción efectiva. Muchas de las naciones y corporaciones involucradas en la proliferación de estas tecnologías no están dispuestas a someterse a la jurisdicción internacional.
Israel, por ejemplo, no es miembro de la CPI, lo que limita las posibilidades de investigar el uso de herramientas como Pegasus o las operaciones de Elbit Systems.
Existe hoy una oprobiosa presión política y diplomática: Los países más poderosos, incluidos los grandes exportadores de tecnología militar y de vigilancia (el Israel genocida) bloquean y socavan investigaciones internacionales. Esto incluye a Estados Unidos, que ha apoyado y utilizado estas tecnologías, y que ha tomado medidas activas para debilitar a la CPI.
Además debemos hablar de la complejidad probatoria: Demostrar, por ejemplo, la conexión directa entre el uso de estas tecnologías y las violaciones específicas de derechos humanos como un desafío técnico y legal.
Lo que es peor y a veces causa risa, es que las empresas detrás de estas herramientas tecnológicas suelen operar con altos niveles de opacidad y mediante contratos protegidos por cláusulas de confidencialidad. Tal cual lo mencioné arriba cuando la ONU sabe y contrata esas empresas para una de sus bases en Mali, en África.
Entonces, el derecho humano más básico, la vida, está en el centro de este sistema de vigilancia global. Las tecnologías de espionaje, drones y sistemas de detección no solo violan la privacidad, sino que también son herramientas de control político y social que facilitan desapariciones forzadas, asesinatos selectivos y represión masiva.
En lugares como Palestina, periodistas y defensores de derechos humanos han sido asesinados y atacados utilizando estos sistemas, eliminando voces críticas y desmantelando cualquier resistencia organizada. Hace diez años, el semanario Charlie Hebdo, fue blanco de seguimiento y aniquilación para silenciar la crítica implacable a lo establecido. En Colombia, dos centenares de periodistas y líderes sociales han sido eliminados usando la misma estrategia durante el conflicto social y armado.
La proliferación de estas tecnologías también tiene un impacto devastador en los derechos colectivos. Con estas herramientas de vigilancia cibernética hay comunidades enteras y pueblos en pie de lucha por la liberación y la autodeterminación, miserablemente atrapados en estados de vigilancia constante, generando un ambiente de miedo y autocensura.
Esto no solo socava la vida individual, sino también la capacidad de las sociedades para organizarse y resistir. Convierte, por ejemplo, a los periodistas en multiplicadores únicamente de información oficial, actuando simplemente bajo los términos de la autocensura o de las imposiciones de los dueños de los medios de comunicación.
El panorama es sombrío, pero no necesariamente irremediable. Para que las cortes internacionales y las instituciones globales recuperen su capacidad de actuar, se necesitan varios cambios, entre los que citan estudiosos e investigadores de algunas universidades del mundo, los siguientes:
1. Fortalecer la independencia institucional: Las instituciones internacionales deben contar con mecanismos que las protejan de las presiones políticas y económicas de los Estados miembros más poderosos.
2. Transparencia en la adquisición de tecnologías: La ONU y otras entidades deben garantizar que sus contratos con proveedores sean evaluados desde una perspectiva de derechos humanos. Esto incluiría vetar a empresas con historiales documentados de abuso.
3. Un marco regulatorio internacional: Es urgente establecer normas vinculantes para la exportación, adquisición y uso de tecnologías de vigilancia, asegurando que no se empleen para violar derechos humanos.
4. Apoyo a las víctimas y denunciantes: Los defensores de derechos humanos, periodistas y comunidades afectadas por estas tecnologías necesitan mecanismos de protección y reparación que las cortes internacionales pueden implementar.
En conclusión, se puede afirmar que el silencio o la inacción de las instituciones globales frente a estas estrategias de control ciudadano es un reflejo de la dinámica orwelliana, que Orwell y Loewenstein denuncian, cada uno a su manera. En Colombia se debe llegar hasta el fondo de las investigaciones sobre la compra de Pegasus y su uso indiscriminado.
Volver a leer “1984” no solo ha sido enriquecedor sino un buen ejercicio para aterrizar en esta cruda realidad. Contrastar medio siglo después con lo expresado por Antony Loewenstein en el Laboratorio Palestino, es desalentador.
Sin una transformación radical, la vigilancia masiva seguirá siendo una herramienta de represión más que de seguridad, y los sistemas internacionales de justicia parecerán cómplices más que aliados de quienes luchan por sus derechos.
La pregunta no es solo si podemos detener al "Gran Hermano", sino si las instituciones actuales tienen o tendrían la voluntad o la capacidad de hacerlo.
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